martes, 27 de diciembre de 2016

1,2,3

Tic toc, tic toc. Avanza el reloj.
La expectativa, las ansias, la plena noción de la propia pérdida. El intenso deseo a punto de ser satisfecho. Entradas, caras extrañas, risas, un asiento incómodo pero infinitas veces más confortable. Los ojos se cierran, la sonrisa del dolor se dibuja; la evasión es un arte maldito, rechazado por muchos pero practicado por todos.
Uno.
El ardor en la garganta, la euforia que recorre las venas como un líquido hirviente. El caldero está helado, y aun así se lo siente como fuego que baña las entrañas, que incendia hasta la última célula al punto de llenarla de furor. Uno, sólo uno, pero el primero es el más satisfactorio de todos porque es un adelanto de lo que vendrá después, un primer aviso del mareo y el naufragio que se lleva tanto tiempo persiguiendo.
Afuera. Risas, muecas, protestas. Buscar, buscar. El siguiente no es distinto del anterior. Otras sillas mal ubicadas, otras caras desconocidas e irrelevantes. Leer palabras vergonzosas, hacer una elección que sería azarosa si no estuviera guiada por el pasado y por el instinto. Más risas.
Dos.
Un apagón que ojalá fuera eterno, unas sonrisas salidas quién sabe de dónde. El inicio del mareo, de una deriva en la que nada importa, nada perdura. Caos generalizado; quizá algunas miradas de desaprobación o rechazo, pero que siempre se ahogan en el vasto océano de la intrascendencia y el desinterés. Alzarse entre carcajadas, respirar el aire exterior como si fuera una adicción, reírse sin motivos y cuestionarse hasta las convicciones más profundas y las ideas más descabelladas. La oscuridad desaparece, los demonios se esfuman entre las sombras. Presa del mareo, las risas, la incoherencia, ahí se encuentra la verdadera libertad.
Tres.
Con el tercero, el reloj se da vuelta.
Empieza la cuenta regresiva.
El tercero es como un domingo por la tarde, satisfactorio por sí mismo, un espanto si se lo mira en contexto. Es el apogeo de la inconsciencia, el punto más alto de una escalera que se sube a tropezones. La dulzura en todo su esplendor. Pero también es el final. El inicio, o más bien el regreso a un destino ineludible y rutinario.
Vuelven el miedo, el apuro, la oscuridad. Los demonios empiezan a salir de sus refugios y enredan sus brazos negros en el cuello, en una asfixia eterna. No es domingo y sin embargo lo es: el regreso del infierno, de una realidad de la que nunca se puede escapar por completo.
Ojalá el mareo fuera eterno.